8
Tú no conoces nuestra casa, padre.
¿Estás donde tu muerte maniatado
y no conoces, dime, su caricia,
no has ido construyendo con el gozo
cada espacio medido, cada aliento?
¿O acaso desde antes de su estío
tú viste su frutal desesperanza?
No la conoces, padre, pero tiene
tu nombre en cada piedra, tu recuerdo
en su savia, tu voz en cada esquina,
y multiplica en cada vivo mueble
el eco de tu voz, que no ha sonado
en su amoroso, elemental recinto;
y despliega en bandadas de promesas
-de promesas no hechas, rotas, frías,
sin certeza de muerte y de caminos-
la palabra hecha padre, la costumbre
de una mano que pudo y no sostiene
los días y las horas de la casa,
las muertes, los adioses de mis horas.
Yo colonizo con tu voz perdida
las colinas y valles de mi casa;
yo clavo la bandera de no verte
sobre sus muros -almenadas penas-,
que tú ni tan siquiera sospechaste,
que tú ni tan siquiera me imaginas.
Yo exploro su contorno, yo sostengo
tu recuerdo en su vívida argamasa.
Y hasta tu muerte, hasta tu nada, padre,
hasta tu adiós más ido y tu agonía
quiero decirte y quiero proclamarte
que esta casa que tú no has conocido,
que estos hijos que tú no has abrazado,
se crecen y encadenan en tu nombre,
se glorian por sus cálices de afectos,
se nutren, se amamantan, se aposentan
por recuerdos de infancia ya perdida,
por tranquilos remansos de certeza,
se encrespan sobre el día y se me hacen
hijos o padre ya por nuestra casa.