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Las aves del verano tienen lastre
de muerte entre sus alas. Indecisas,
se quiebran las cabezas contra el muro
del desencanto y de la confusión.
Sólo plumones desgajados quedan
de sus vuelos señeros; sólo el aire
sin sustentar más que la nada en vértices
de nostalgias que fueron; sólo el canto
del vacío en las ramas de la tarde.
Y esqueletos de pájaros cayendo,
nublando el sol de julio y las orillas
de mares que tuvieron luz y gozo.
Han muerto los veranos en mi mundo;
han cerrado sus ojos en las galaxias
y ruedan, huevos hueros, con sus soles
marchitos, como en fríos otoñales,
gritando un desgajar de luz en sombras
en las que va tirando, a tropezones,
eso que alguno, a veces, llama vida.