(Historia de un suicidio)
a José Olivares (abuelo, hijo, nieto).
El hombre, solitario, rompe su lanza y llora.
Con la espalda curvada va quebrando el silencio
y en indecisas voces se hace noche su aurora
y se hace sin final su noche sin comienzos.
Quiso tener el mundo, vivir en la sonrisa,
vencer sobre la muerte, alzar triunfos de todo
y todo se le vuelve viento en una cornisa,
ademán taciturno, sombras en un recodo.
Atrás dejó la dulce plenitud de su día,
las brisas suavísimas que le dieron abrigo
y ahora camina solo, árbol sin melodía,
sin llevar ni un recuerdo ni una mano consigo.
La tarde, lentamente, desciende la ladera
del tiempo del amor, de dichas sorprendidas;
es la hora tristísima en que muere la espera
y sueltan sus amarras los barcos de suicidas.
El hombre se detiene. Se asoma el antepecho
del ventanal del mundo de su lejano olvido;
anda, sigue andando, vence un trecho, otro trecho...
Y todo se le escapa como un ave sin nido.
No encuentra ya cobijo; se pierde en un desierto.
Los corazones cierran sus postigos hostiles
y él camina seguro hacia el seguro puerto
donde la carne se hace de un palor de marfiles.