a Juan de Dios Ruiz, Manuel Capote
Benot y Antonio López Pavón.
Tiene que ser así, no hay otra senda
que estrujarse las vísceras y el alma
para poder gritar que estamos muertos
mientras más cerca estamos de la vida;
tiene que ser así,
brutal y duramente,
sin repliegues estúpidos que engañen,
que nos hagan latir esperanzados.
Esta salvaje y nuestra podedumbre
que nos va hundiendo en movediza arena,
en pantanos
sin estrellas ni pájaros que canten;
este rozar del ala mínima,
gigantes de un minuto que nos gritan
que el estiércol se quema en nuestros párpados;
todo esto
que nos va haciendo estériles al gozo,
que nos dice
pequeñas realidades como el mundo,
nos va abriendo el pecho con tremendos
ojos para llorar, turbias palabras
para decir qué lágrimas son éstas.
Y cada vez nos encontramos menos
aunque el aire nos vea paseando;
y cada vez nos pesa más la sangre
que nos arrastra en busca de una nómina;
y cada vez nos pesa más el mundo;
y cada vez nos duele más la risa,
la pequeña caricia de la madre,
y cada vez sentimos más de cerca
el brutal aleteo que nos hace
un poco más raíz, un poco estiércol,
un poco árbol y sonrisa rota...
Y nada más; no queda
ni tan siquiera un grano de semilla
de seguir conociéndonos; no queda
ni el mínimo consuelo de sabernos
germen de germen en las eternidades.
¿Pero por qué
hemos de estarnos siempre,
tímidos insectos de experimentos
en este laboratorio biológico,
en esta gran vitrina de museo,
clavados
con el fino estilete de ignorarnos?