a Lucrecia y Manolo.
Desde luego, no es ésta la esperanza,
no debe ser, no puede ser esta zozobra
de enterrarse ante el fango hasta los pómulos
de vivir cuatro sílabas que muerden,
de tener cuatro vientos ya sin nadie
que le de luz y forma y música de almas.
Y nosotros decimos "la esperanza";
miramos el reloj que nos señale
la hora de llegar, sacamos del bolsillo
el pañuelo recién lavado,
las escasas monedas que nos quedan
y buscamos en ellas la esperanza.
Pero yo no conozco su medida,
yo no sé cómo se hacen trajes de esperanzas,
yo no sé con qué estrellas o qué gestos
puede brindarse el corazón a nada,
yo no sé cómo brota, cómo nace
esa flor, esa perdida flor
que nunca colgará en nuestra solapa.
Y a veces pongo ante mis ojos
una esperanza de papel, una tristeza de papel,
un monigote de papel que loco alguno
pudiera haber tenido entre sus manos.
Y nosotros decimos "la esperanza",
preguntamos a todos los vecinos
si la han visto naciendo golondrinas,
si saben en qué latas y basuras
puede encontrarse un hueso de esperanza,
una cáscara negra, una oxidada mano,
un corazón desinflado como un globo sin aire.
Pero somos así, ya no hay remedio;
somos como el pájaro encerrado en una habitación
y tropezamos una y otra y otra vez con la ventana
y perdemos las alas contra la pared,
contra la dura muralla de la desesperación.
Buscamos la esperanza hasta en los versos,
abrimos las compuertas de la pena
para que salgan esos versos mineros
que buscan la luz de una esperanza
en las minas de la soledad;
sacamos como soles perdurables
la palabra antiquísima, la palabra que el uso
ha puesto ya inservible como un monte sin piedras.
Pero ya no hay remedio.
Yo hablo y que me entiendan los que entiendan;
conocerán mis palabras aquellos que sufrieron
los que tuvieron que morderse el llanto,
los que un atardecer se vieron solos
cuando el amor le hinchaba los pulmones;
los demás, los que no sepan lo que digo,
allá con sus conciencias.