a Antonia.
Tras cada esquina espera el afilado
cuchillo del "adiós", que nos cercena,
tras cada risa, tras cada mirada,
agazapado como hiena o tigre
espera que seamos ya carroña
para saltar sobre su presa, hincar sus dientes
sobre las fibras del más puro goce.
Brotan adioses tersos como penas,
como maduros frutos solitarios
que van poniendo zancadillas ásperas.
Y nosotros seguimos sonriendo,
leprosos del amor, mientras que a tiras
la carne se nos pudre y se nos cae,
y mientras que a través de ese desgarro
que el adiós nos va haciendo en la armadura
se ve el hueso amarillo, el duro tuétano
de la más solitaria y gris marea.
El hombre es una isla sin arribo
rodeado de adiós por todas partes,
sumido en ese mar, perdida Atlántida,
comido por las algas de estar solo
con el desván de los recuerdos llenos
de sucios trapos, besos ya podridos.
Adioses que le cuelgan de los ojos,
que marcan un camino entre canchales
jalonado de cálidas nostalgias,
abren la fosa, vierten sus despojos
en el perdido muladar del llanto.
Aquí, adiós a las novias que no han sido,
más allá, a los amigos que se fueron,
y el hombre, con adioses que le cercan,
con huracán de adioses que le tumban,
sigue portando su caudal de miedo
esperando el adiós definitivo.