a José López Rosado y Antonio Contreras.
Esto que digo y canto también pudo
pasarte a ti, subir por tus laderas,
enroscar su liana a tu antebrazo,
estrujar, apretar, sober tu zumo
hasta dejarte inútil para el beso.
Y también pudo sucederte cuando
- tú como yo, constantes bucaneros
pirateando naves de alegría -
el gozo te tejía su más fino,
esplendoroso tallo de promesas.
Porque una tarde así, como cualquiera,
cuando vas de excursión con los amigos
y juveniles risas de muchachas
picotean el campo, y sus canciones
te mecen entre olvidos y esperanzas,
cuando acaricias como un eco antiguo
tu soledad de siempre y tu tristeza,
sientes allí - qué cúpula de encanto -
que las tibias campanas de tu pueblo,
separado por muchos y copiosos
kilómetros de ausencia y de silencios,
tocan su ángelus más desesperado.
Y entonces la ternura se te apaga
como candil que rudo manotazo
tirara por el suelo para siempre;
y entonces los amigos - los perdidos,
los muertos, los que no tuviste nunca -
se lanzan sobre ti, como bandadas
de buitres, desde el cielo del recuerdo
para cebarse en tu carroña inútil;
y es entonces también, tú ya lo sabes,
cuando la infancia se te encrespa y grita
su peso de perdidas dulcedumbres,
cuando, fiera, se alza sobre el monte
ladrándole a las lunas que se fueron.
Y esto que digo y cuento también pudo
pasar por ti, subir por tus laderas;
únicamente así sabrás entonces
cuánto nos duele el aire que sorbemos,
esta amargura con que respiramos.