(En el que el poeta se hace su propia elegía)
a María de los Reyes Fuentes.
Siente el hombre de pronto que una luz se le apaga
y una daga durísima le corta su camino
y un espolón de miedo le corroe la llaga
de su amor, del gran bosque de su amor sin un trino.
Pero el hombre está muerto aunque lo sepan vivo;
huele a antiguo cadáver; su pudridora savia
hiede a tiempo de muerto, a corazón cautivo
entre el odio y el llanto, entre el asco y la rabia.
Pueden entrar a verlo tendido en su camastro
con la sábana blanca, sobre el pijama a rayas;
pasará por la vida dejando sólo un rastro
inútil por la mar, un eco en las batallas.
Está muerto, bien muerto; yo lo sé porque habito
su muerte en mi costado y es su muerte mi vida;
hacia los cuatro vientos pregono su delito:
amó el mundo y el mundo hizo en su amor herida.
Pero dejadlo solo, no necesita nada;
un muerto es siempre un muerto, no un trozo de elegía.
La carne se le pudre, se hace vida enterrada,
se hace coraza dura de su melancolía.
No pudo soportar en torno a su garganta
el dogal de tristeza que su amor le pusiera;
el ahogo se hizo tan espeso, que canta
su muerte con su llanto toda la primavera.
Pero dejadlo solo; morir no es mar amargo
cuando vivir se ha puesto como una sepultura;
que claven bien la caja, lo tiendan a lo largo
y cubran con la sábana su rostro y su tristura.