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En el balcón de un río tengo puestos mis años
para ver de encontrar en las ondas un rostro,
para tratar de ver un conocido gesto
que tuve hace mil siglos, y ni encuentro ni evoco.
Por caminos de huertas, eucaliptos y nísperos,
contruía una torre de marfil poco a poco,
teniendo sólo ahora por cobijo y guarida
los restos de un naufragio y el pan de unos escombros.
El río que contemplo no es el río que tuve
y sus aguas vertieron en mares tan remotos
que dejó un cauce seco, igual que mi esqueleto
ha secado mis días pasados... y los próximos.
Una barca de remos ha rozado los sauces
igual que mis espaldas vadeaban los troncos
cuando buscaba en sombras un mañana de vértices
entre sueños sin luz y luces sin rescoldos.
Pude contar los peces del mundo entre sus aguas,
construir con sus gravas imperios y despojos,
volar con sus vencejos, enredar en sus zarzas
unos libros de texto y un callar y unos ojos.
Pude entonces tocar mi fondo con mis manos,
levantar mis azudas, ahondar en mis fosos,
elevar aún más alto que las torres del pueblo
-la peña por debajo- cohetes de mi gozo.
Pero sólo contemplo una aguas con nada,
sin zarzas, ni vencejos, ni azudas, ni los otros
sueños que edificaba; sólo aguas con aguas
y una infancia ya muerta, ya cubierta de moho.