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(Carta a mi padre)
Un monte de distancia. Fuertes golpes
de meses golpeando los recuerdos,
un enjambre de flechas disparadas
buscando tenazmente los secuaces
del tiempo, el corazón de las sonrisas,
la nada, sí, la nada que corroe.
Un monte de distancia y yo te escribo
este proyecto inútil de elegía,
este esbozo de llanto que me brota,
que salta y se revuelca y brinca y corre
y se hace viento ya, como si viento
no fuese el armazón que me sostiene.
Y esta palabra, "padre", y esta herida,
y este grito ya estéril del silencio
clavan su bisturí, vierten su espanto
sobre el inmenso mar de la agonía,
sobre el turbio desierto de los ecos
que en ola o tempestad de sus mareas
vuelven a mí, a solas con tu muerte,
el eco de tu voz, oh padre mío.
Un monte de distancia y yo te escribo
ahora que el dolor que me alimenta
no es más que eso: dolor, dolor inmenso
de que no vivas nunca con nosotros,
que faltes a las horas de las cenas,
dolor de estar viviendo con tu muerte
colgando inútilmente de mis labios.
¿Me ves, escuchas, palpas, sientes?, dime,
¿vives mi voz que araña tus ausencias,
que muerde tus ausencias brutalmente
para volverte al lado de los tuyos?
Pero el hombre no muere ya del todo;
la muerte y su guadaña van talando
altas techumbres, vértices ardientes,
mas en pie queda el polen fecundado,
la pálida semilla, el fruto altísimo
que después será ser, será vencido,
dejará su semilla nuevamente
para que llegue hasta la eternidad.
Pero el hombre no vive ya del todo,
y tú lo sabes, padre, y tú presientes
que mi vida es morir cada minuto,
que esto que los demás llaman vivir
es estar abrazado a mi tristeza,
es tener a esa amante fidelísima
que nos abraza ahogando, que nos pone
amplio horizonte añil de cementerios.
Y tú lo sabes, padre, y yo te escribo
a un monte de distancia, ahora que nadie
puede volver ya el tiempo hacia la infancia,
ahora que todo es sin remedio y tiene
un germen de dolor entre sus huesos.