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Me asomo a la ventana de mi cuarto.
Dentro ruge la selva de los libros,
la pradera sin voz de los durmientes;
el mar de cada día lleva apenas
olas sin fuerza a mi nocturna playa.
Y fuera, como en gozo, se insinúa
la sombra de un paisaje compartido
por horas de otra luz más cegadora.
Las altas torres de espadaña fina
presagian su estatura tras la copa
de la palmera grácil; y una leve
brisa de junio esparce su silencio.
La ciudad muestra el pulso de su vida
en una letanía de ventanas
ya radiantes de luz, ya esplendorosas,
que inician su callar, su sombra muda,
la sucesiva integración al cuerpo
de la noche y al alma de la noche.
Me asomo a la ventana del pasado.
Y un pálido paisaje me acongoja,
con una luz de muertos y perdidos
que van poniendo llanto de recuerdos,
con una luz difusa, una luz tenue
que levanta en asombro los cadáveres
de horas fundidas ya, de horas ya vanas
que tuvieron su fuego y su alegría.
Me asomo por ventanas oxidadas,
por estrechas troneras que no pueden
ensanchar la memoria y el coraje.
Pero me asomo porque sé que nunca
se asomará por mí nada ni nadie.
Me asomo a mis ventanas, me acomodo
en el fiel antepecho de unos días,
unas calles, la Peña, unas mañanas
oliendo a pan de pueblo, a juegos niños
que quisiera fijar ya para siempre.
Mas un paisaje amarillento y pálido
envuelve con sus ondas la certeza
de un guadalete lento que no vuelve
a morder las raíces que ya fueron.
Porque fueron, seguro, fueron mías,
y me quedo tan sólo con la herencia
de poder recordar, aunque un extraño
sea quier por mí despliegue sus ramajes
para acoger los pájaros vencidos.
Me asomo a mis ventanas quebrantadas,
a los senderos que mantuvo el tiempo
como fósiles vivos, a los rígidos
encuentros con el yo que ya olvidaba
que pudiera existir en lo perdido.
Y convoco los restos de un naufragio
para tratar de restaurar velámenes
que pongan rutas donde sólo hay miedo.