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El recuerdo es como un postigo humilde
que da a barrancos y empedradas calles,
a cuestas empinadas y sumisas
de evocadores nombres, a espadañas
doradas al sol último de otoño.
El recuerdo es la entrada de unas plazas
sin más adorno en ellas que los siglos.
Pero el recuerdo clava cada día,
como un dardo doliente y luminoso,
cuando tendido bajo un árbol nuevo
queremos ser la sombra de otros árboles.
Cuando queremos atrapar las piedras
que sostuvieron nuestro tiempo muerto
se hacen guijarros duros que encallecen
los más puros contornos que tuvimos;
y los barrancos, precipicios de años,
se hacen inalcanzables simas, tétricas,
para que sepultemos nuestro ayer.
Por eso condenamos los recuerdos
a cadena perpetua en el olvido
y nos atamos a ellos, condenándonos.