0
Hay muchos tipos de traiciones.
Unas son conocidas
y, si me apuran, hasta espectaculares.
Reciben su castigo y pocas veces
quedan en el anonimato.
No tienen importancia porque
dentro de esos binomios
en los que se debate,
la traición y el castigo restablecen
un ecológico equilibrio
para poder seguir haciendo
otras traiciones más o menos graves
para poder seguir tirando
de esa carreta que los optimistas
llaman vida...
y otros muerte.
Hay un segundo grupo
de traiciones que pasan
más desapercibidas.
Pocas veces, y aunque lo merecieran,
reciben su castigo.
Por ejemplo,
guardar las cartas que han escrito
los seres que quisimos algún día;
conservar los retratos
de unos ayeres que nos conmovieron;
almacenar las voces
de seres que estuvieron y no están.
Y en todo caso debería
ser su castigo
más severo y urgente y más acorde
con sus grandezas y sus desconsuelos,
porque son las traiciones que acometes
contra los indefensos que te amaron,
contra quienes te aman todavía.
Se han de volver hacia tu sangre
cuando ni voces, cartas,
ni tampoco la imagen,
te pueden rescatar desde tu olvido:
sólo te quedan trozos
de un todo naufragado para siempre.
Y para más desgracia
aún te queda apurar el cáliz turbio
de otras traiciones,
las más oscuras, las que nadie
nunca sabrá, porque gravitan
sólo en tu corazón;
las que tú mismo
te has hecho con el paso
de las horas y los siglos de tu vida.
Y aquí si que es terrible tu castigo:
tendrás que convivir con tus traiciones
como un espejo que refleja
la poquedad de tus impulsos.