17
De pronto un fado portugués
acarició mi tristeza
y era evidente
que antes había guillotinado
a ese destronado monarca
que algunos
apellidan alegría.
Era el tiempo
en que hacía dieciséis grados en Atenas
y treinta y cuatro en Bangkok, pero ignoraba
el temblor del amor;
y nunca supe
a cuántos grados podríamos fundir
un corazón que andaba otros caminos
que nunca se cruzaron con el nuestro.
No sé si he dicho antes
que en Toronto la nieve
caldeaba el ambiente y los recuerdos.
Pero esta habitación
seguía como siempre:
esperando estallidos que no llegan
aunque prediquen los conjuros
que allá por las Azores
empezaban a hacer su travesuras
los anticiclones de la desesperación.