Las coordenadas – los límites – que enmarcan la geografía sentimental del poeta vienen fijadas en los versos con que se inicia el libro, aquellas que fijan su espacio y su tiempo. Un “espacio en flor” [enlace] y “un tiempo en agonía” [enlace].
Establecida dicha cartografía existencial, Antonio Luis Baena desarrolla a lo largo del texto los diversos hitos en que se van plasmando esas realidades espacial y temporal. Es, sin duda la suya, una postura más acorde con el “ubi” de la existencia que con el “tempus”, con el que anda siempre a golpes.
Y es que el espacio, el ámbito, en donde se desarrolla su vida le brinda un panorama acogedor y complaciente. Y así enumera un conjunto de situaciones en que el hogar aparece como un abrigo cálido frente a la intemperie del exterior. Y no es sólo “una luz entre las sombras”, “un navío en el mar” sin o que “nos arropa, nos abraza, /nos acuna”, “se hace vida en su vida de nuestra vida” hasta proclamar de modo rotundo que “nosotros estamos cada día / haciéndonos más carne de la casa” [poema].
La parquedad – dos versos tan sólo- con que alude a la alcoba de la casa es una muestra rotunda de concretar lo inefable, ya que – ante tanta luz y tanta gloria – sólo el silencio puede ser el vehículo adecuado para expresarlo [poema].
La dificultad de abordar el ámbito de lo infantil, el mundo de los niños, sin que se deslice la menor sensiblería que pudiera dar al traste con lo poético, la supera con creces A.L. Baena, al hacernos entrar con él en el cuarto de los niños, allí donde la casa entera “se hace madre”, es donde nace nuevamente la infancia del poeta, en ese “planetario de dulzuras”, en ese “mar sin vientos ni galernas” [poema].
Pero A.L. Baena, cuando más confiado se encuentra el lector ante el panorama de las dulzuras hogareñas, se nos descuelga de pronto con un gesto imprevisible y nos clava el rejón de una soleá, y nos dice “A no sé cuántos de enero / miradme vivo en mi cuarto / cuando no sabéis que he muerto” [poema].
Pero, sin embargo, el tiempo es la “bête noire” del poeta, ese fantasma que le acosa y cuyo tránsito le desazona. Y es que “el tiempo nació con él… y con él se está muriendo”, entronizando una Santísima Trinidad terrible – el Tiempo, la Historia y Dios – tres personas distintas y un solo Dios verdadero: YO (dice el poeta), que “le doy al Tiempo su tiempo, / a Dios su espejo sin fondo / y a la Historia su argumento” [poema].
La desolación que en el poeta produce el tránsito ineluctable de los años, le hace sentirse partícula de un algo apenas con enjundia, un átomo llamado a disolverse en la gran boca de lo eterno. Su fugacidad, su carácter de inasible, le espanta. “Hoy es mañana de ayer / y es el ayer de mañana”, de claras resonancias quevedianas, nos transmite la pavorosa sensación de transitoriedad, de nadería. Así grita – más que dice – “las voces que yo voy dando / son los gritos de un fantasma”, de manera que si quiere encontrarse, saber de su esencia, “ha de pasar toda el agua / y ya, cuando toda pase, / no estaré para mirarla” [poema].
Pero A.L. Baena ofrece remedios para evitar la angustia del “tempus fugit”, y así con rotundidad de oráculo nos aconseja que “en este tiempo de prisas, / ver a una mujer despacio; en este tiempo de estruendos, / oír el canto de un pájaro” [poema].
La dualidad de sus ser – esos Dos Antonios (uno, “el burócrata ordenado, el de la fachada alegre” y el "otro, el que el mismo no conoce y le va arañando por dentro" [poema]) se patentiza en una dialéctica sin solución, en un lidiar con su propio ser que le hace pronunciar ese diagnóstico implacable: “luchando contra mí – soy mi enemigo”. [poema]
De esa coordenada temporal – de ese tiempo homicida – no cabe la fuga: se trata de un enemigo incardinado en el meollo interno de la humana existencia, de ese sartriano “ser para la muerte”, del que no es posible escapar.